Cristo llega a Bruselas:
Una introducción al liderazgo basado en valores
La tremenda complejidad
del liderazgo contemporáneo fue capturada en forma gráfica
en la influyente pintura del siglo XIX que ilustra la portada de este
libro. La primera mirada a la Entrada de Cristo a Bruselas en 1889,
nos deja sin aliento. Los colores son llamativos, la multitud de
caras descritas es surrealista y el tema desafiante resulta
apropiadamente grande para la enorme extensión del muro que
esta pintura ocupa en el Museo Getty de Malibú, California.
Esta obra de 1888, del pintor belga James Ensor es una maravilla de
forma, color y contenido, aunque no sea una pintura bella. Pintada en
una época en que los impresionistas generaban sus obras más
hermosas en rosa bebé y azul talco, la obra maestra de Ensor
se anticipaba unos veinte años al movimiento llamativo y
cargado de emociones que terminaría por conocerse con el
nombre de expresionismo.
El tema del cuadro es
una escena callejera multitudinaria, el equivalente, en el siglo XIX,
a un desfile cuajado con miles de papelitos para honrar el regreso de
un héroe conquistador por las calles de Nueva York. El gentío
celebrante se ve frenético; los miles de participantes se
dedican con júbilo a hacer sus propias locuras y desvaríos.
En primer plano aparece una banda con un tambor, pero nadie marcha a
su ritmo. Se trata de una fiesta caótica, colorida, gloriosa,
estridente y, como nos lo da a entender Ensor, decididamente
democrática. De hecho, Ensor pinta a los demos en toda su
diversidad y variedad egoísta; en este desfile del pueblo, por
el pueblo y para el pueblo, no hay un principio ni un fin
discernibles para la masa pendenciera de humanidad que llena las
calles de la capital belga.
Entonces caemos en la
cuenta: ¿Dónde está Cristo en medio de toda esta
confusión? Volvemos a leer el título de la pintura para
saber si lo leímos bien. Sí, estamos en lo correcto.
Pero, entonces, ¿no debería Cristo ir al frente,
encabezando el desfile? ¿Acaso no debería ser Él,
el foco visual de la obra? El análisis de esta pintura se
convierte en algo parecido al juego de ¿Dónde está
Waldo? Después de mucho buscar, el Redentor por fin aparece en
un segundo plano, en el centro y un poco a la izquierda, casi perdido
en medio de un grupo de juerguistas que amenazan con aplastarlo.
Esto resulta inquietante
para todo aquel que, cristiano o no, haya sido educado en el arte
occidental. Durante casi dos milenios, todos los cuadros anteriores
de Cristo lo habían puesto en el centro de la atención.
Ensor nos recalca esta tradición al retratar a Cristo a
horcajadas sobre el burro en que se dice que entró en
Jerusalén el Domingo de Ramos en medio de una tumultuosa
bienvenida por parte de la ciudadanía. En todas las versiones
de esta escena bíblica familiar, Cristo es el sujeto. No solo
es la figura más grande de tales pinturas, sino que encabeza
el desfile. Cualesquiera que sean nuestras creencias religiosas -y es
esencial reconocer que el tema principal de la pintura de Ensor no es
religioso- estamos acostumbrados a ver a Cristo representado como un
rey, al frente de toda manifestación pública, en la
cima de la colina e, incluso, en la muerte.
Ensor abandona esa
tradición. Pero su propósito no es el de unirse al
novelista Dostoyevski en su representación cínica de la
Segunda Venida. En una digresión de la narrativa principal de
Los hermanos Karamazov, Dostoyevski coloca a su Cristo
resucitado en medio de la Inquisición española donde es
rechazado sin pena ni gloria por un populacho que no busca a un líder
que les muestre el difícil camino hacia la libertad, sino a un
dictador que les diga en qué creer. A diferencia de
Dostoyevski, Ensor no es un tenebroso prisionero de la déspota
negrura rusa. El enemigo del Cristo de Ensor no es el zar de
Dostoyevski ni el Cesar del Nuevo Testamento; el Cristo que llega a
Bruselas más bien debe competir contra las múltiples
distracciones del modernismo. En la pintura de Ensor, entre la
muchedumbre no hay un alma que preste la más mínima
atención a quien pudiera ser su salvador.
Y esa condición
se convierte en una evaluación bastante acertada del punto de
arranque de todos los posibles agentes del cambio de las sociedades y
las organizaciones modernas. De ahí que la pintura haga surgir
una pregunta que ha sido fundamental hasta nuestros días: ¿Es
posible el liderazgo en los complejos sistemas modernos o se ha
convertido el liderazgo democrático simplemente en una
contradicción verbal?
Ensor comprendió
que el caos social pronto surgiría de la democracia secular
que a la sazón se gestaba en Europa. Hace cien años, él
previó las semillas de esa tendencia destructora de las
tradiciones que, finalmente, habrían de germinar y producir,
entre innumerables horrores culturales más, setenta canales de
televisión por cable. La pintura obliga al observador a pensar
en los obstáculos sin precedentes de un liderazgo efectivo en
un mundo que se volvería, durante el siglo siguiente, aún
más turbulento que la frenética escena callejera de
Bruselas.
Por caótica
que pueda parecer en esa pintura, esa época fue mucho más
sencilla que la nuestra: el teatro de operaciones importante era la
comunidad local y no el mundo más grande; las comunicaciones
interoceánicas implicaban semanas y no fracciones de segundo,
y nadie había oído hablar de ambientalismo, microchips
o diversidad cultural.
Como es obvio, no por
ello el liderazgo era un asunto fácil en Europa a fines del
siglo XIX, como tampoco lo fue en el año 33 de nuestra era. De
todos modos, el ámbito, la escala y la velocidad de la vida
moderna, radicalmente alterados, han complicado el reto a más
no poder. En particular, las fuentes de resistencia al liderazgo son
más variadas y más numerosas en nuestras democracias
modernas y plurales. A este respecto, Ensor previó que, de
ahora en adelante, los líderes habrían de enfrentar el
reto de tener que dirigir sin los poderes tradicionales de estación,
sanción o amenaza de supresión. En vez de ello, como
Cristo, los líderes tendrían que apelar a las mentes y
a los corazones de sus seguidores.
Ensor hace que nos
preguntemos cómo una persona podría dirigir desde el
centro de una multitud distraída de individualistas, cada uno
de ellos un igual político y social, y cada uno dedicado a
demostrar ese hecho fehaciente. Si bien las personas siempre se han
opuesto a los esfuerzos por implantar cambios, incluso los que les
benefician, Ensor da a entender que los tiempos modernos habrían
de caracterizarse por una resistencia generalizada a cualquier
liderazgo.
Yo estoy convencido de
que la pintura de Ensor plantea las complejidades del liderazgo en la
sociedad moderna; empero, también reconozco que todos somos
prisioneros de nuestras disciplinas (las que hacen que un dentista
vea a la Mona Lisa como una señal de advertencia sobre los
peligros de no usar hilo dental, y los activistas defensores de los
animales vean el Guernica de Picasso como una protesta contra el
trato inhumano a los caballos). Con todo, si preferimos ver la
Entrada de Cristo en Bruselas, en 1888, como un comentario sobre los
dilemas del liderazgo moderno, quizás podamos aprovechar la
pintura para enfocar nuestra atención en una pregunta
sumamente práctica: ¿Cómo puede cualquier líder
superar las poderosas fuerzas de la resistencia al cambio?
Por lo visto, Cristo
viene a fines de siglo a Bruselas, no solo para anunciar su
mandamiento fundamental de ama a tu prójimo como a ti
mismo, sino también para ganar conversos actuales a esa
causa. Podemos suponer que la meta de su liderazgo radica en cambiar
las creencias y la conducta de todo el mundo, empezando por todos los
belgas que pueda convertir. Pero se encuentra solo, desprovisto de
poder, frente a una multiplicidad de órdenes del día
egoístas, en medio de una multitud amorfa, carente de todo
sentido de partidismo. ¿Dónde y cómo puede
empezar?
Por tradición,
tres respuestas genéricas se han dado a esa pregunta: para
hacer el cambio, un líder puede ordenar, manipular
o ser paternal. Analicemos cada una de estas opciones.
¿Puede
ordenarse el cambio? De hecho, ¿cuál sería el
efecto de que Cristo tomara un altavoz y gritara la orden,
¡Escúchenme, todos ustedes, belgas! ¡Desde hoy
tienen que amar a su prójimo? Ese esfuerzo sería tan
previsiblemente inútil como el del miembro de una familia que
ordenara a uno de sus seres queridos que dejara de fumar. Porque,
aunque a todas luces sea obvio que nos conviene obedecer cierta
orden, casi todos nos ponemos de punta cuando se nos dice qué
hacer. Excepto en todo lo relacionado con la imposición de la
ley, en la sociedad occidental moderna nadie piensa que tenga el
derecho de imponer su voluntad sobre la de otro adulto. Semejante
acto se considera una fuerte falta de respeto a los derechos e
integridad del individuo. De hecho, cuando alguien trata de imponer
su voluntad sobre la de otro, el efecto previsible consiste en
reforzar la resistencia al cambio.
Salvo preciosas excepciones, las eras del dictador, el zar, el general
-incluso el jefe tradicional- han pasado a la historia en la sociedad
occidental. En la actualidad, todos nos sentimos con el derecho de
emitir nuestra opinión cuando se trata de enfrentar los
problemas que nos afectan a todos. Todos nosotros acostumbramos
imponernos nuestras reglas. No obstante, resulta irónico que
nuestras imágenes culturales de liderazgo sigan enraizadas en
el pasado tan diferente de la Rusia de los zares y en la España
de la época de la Inquisición.
Cuando
pregunto, incluso a jóvenes bachilleres alimentados con la
anárquica leche de MTV, ¿En quién piensan cuando
escuchan la palabra líder?, siempre dan los nombres de
tiránicos generales, dictadores y entrenadores de fútbol.
Cuando planteo esa misma pregunta a gerentes de negocios, el
personaje contemporáneo que más se cita es el déspota
con guantes de terciopelo de Singapur, Lee Kwan Yew. Por lo mismo,
paradójicamente, hasta cierto punto seguimos suspirando por un
líder fuerte, aun cuando nos rebelemos contra cualquiera que
se atreva a decirnos qué hacer.
¿Pueden los
líderes lograr el cambio manipulando a sus subordinados? El
tratado sobre liderazgo que más tiempo ha gozado del favor
popular es la obra maestra del siglo XVI, El Príncipe,
de Nicolás Maquiavelo, en la cual éste da el siguiente
consejo: Un príncipe que desee mantenerse en el poder
debe aprender a no ser bueno y a utilizar ese conocimiento o no
utilizarlo según las necesidades del caso. En esa
forma, Maquiavelo propone que la conveniencia sea la única
regla inviolable del liderazgo. Para lograr su meta de poder,
cualquier príncipe debe manipular a sus seguidores,
utilizarlos como el medio para conseguir sus fines personales.
¿Podría
el Cristo de Ensor tener éxito en la manipulación de
las masas para que éstas acaten su voluntad? Aun cuando la
historia demuestra que el liderazgo maquiavélico, a menudo
tiene éxito a corto plazo, casi siempre acaba fracasando
porque la conveniencia propia no puede ocultarse eternamente. ¿Podría
el pueblo de Bruselas volver a creer en Cristo después de
enterarse de que Él les había mentido? Con todo, muchos
de los héroes empresariales cuyas alabanzas es posible leer a
diario en la prensa, son esos que transformaron sus organizaciones
utilizando medios convenientes que pueden haber comprometido el
bienestar de sus seguidores. Y aquí surge una nueva paradoja:
como sociedad, elogiamos a líderes que, en un escenario
empresarial, traicionan los valores mismos que abrazamos en nuestras
iglesias, hogares y comunidades.
¿Puede
pastorearse el cambio? La metáfora medular cristiana del
líder es el Buen Pastor, ese paterfamilias cuyos hijos se
asemejan a un rebaño de ovejas. El Buen Pastor difiere del
líder maquiavélico en que actúa sin egoísmos
en beneficio de sus seguidores. Pero Ensor nos dice que también
esa filosofía se ha vuelto anacrónica. En la sociedad
moderna, el paternalismo se prefiere a la tiranía; pero no es
posible esperar que funcione. ¿Qué tan lejos podría
llegar una materfamilias en los negocios, si actuara presuponiendo
que sus empleados son como un rebaño de ovejas que debe
pastorearse con el equivalente organizacional de tirones con el
cayado, o de mordiscos de un perro pastor en sus talones?
Es posible que la vieja expresión Quiero que tomes esta
medicina por tu propio bien sea mejor recibida que el chasquido
egoísta de un látigo. El cuadro de Ensor da a entender
que los líderes de hoy ya no pueden concebirse como pastores,
de igual manera que sus seguidores tampoco pueden concebirse como
ovejas. De hecho, durante los últimos años el liderazgo
se ha vuelto algo más parecido al pastoreo de gatos que de
ovejas. Aunque el concepto del Buen Pastor aún conserva su
atractivo, su defecto es el que hoy en día pocas personas
aceptan ser tratadas con paternalismo.
Aun cuando los tres
modelos anteriores difieren mucho entre sí, lo que tienen en
común es un líder omnisciente más listo que el
conjunto de sus seguidores. De allí la tensión
observada entre, por una parte, la rancia creencia cultural de la
necesidad de un padre inflexible como líder y, por la otra,
los valores individualistas más modernos que alcanzaron su
apogeo en este siglo democrático.
Por lo mismo, la
pregunta de Ensor es la correcta: Si Cristo llegara de visita a
Bruselas hoy en día, ¿cómo podría dirigir
a una muchedumbre distraída e imbuida por el genio de la
democracia? O para plantear esa pregunta de una manera más
actual: ¿Cómo puede el director general de una sociedad
anónima -que en nada se parece a Cristo- superar la
resistencia al cambio cuando el poder que tiene se ve limitado por
los intereses diversos y conflictivos de los inversionistas, los
miembros del consejo, los líderes sindicales, los
ambientalistas, los reguladores del gobierno y sus colegas ávidos
de su puesto, todos ellos deseosos de que los demás marchen al
ritmo de su tambor? De hecho, ¿cómo puede cualquier
líder transformar con efectividad una organización en
medio del caos competitivo, tecnológico, social y político
de hoy?
La respuesta: Todo depende
¿A qué
podemos recurrir para contestar esa pregunta? Se nos dice que basta
acudir a las arboledas de Academia para cosechar los frutos de la
ciencia. En los últimos años, se ha logrado casi un
consenso en cuanto al tema del liderazgo, un estado de armonía
muy poco usual entre la comunidad escolar, por lo general dividida.
Actualmente, existe un compromiso académico, profundo, amplio
e incondicional, con la teoría de la contingencia, es decir,
con la idea de que para implantar el cambio, los líderes
eficaces hacen todo aquello que las circunstancias requieren. Por
ello, ahora cuando se les plantea cualquier pregunta práctica
relacionada con la forma de dirigir, los eruditos responden, Todo
depende. El atractivo intelectual de este concepto radica
en que no es preceptivo, ni subjetivo, ni determinista.
Es más, por
encima da la impresión de que responde al reto que plantea
Ensor. La teoría parece decirnos que si el mundo ha cambiado,
el estilo del liderazgo debe cambiar para adaptarse a las condiciones
alteradas. Como es obvio, nadie que tenga cierta influencia en el
círculo académico se atrevería a poner en duda
semejante muestra de sabiduría. Ni qué decir que esta
sabiduría, ahora convencional, también ha sido adoptada
por la mayoría de los líderes empresariales.
Empero, cada vez son
mayores las evidencias de que el liderazgo situacional o de
contingencia resulta ineficaz. Por todos lados se observan las
evidencias de su fracaso: esos indicadores sociales y
organizacionales deprimentes que señalan la incapacidad de los
líderes de llevar a la práctica cambios constructivos.
Ahí están los ejecutivos testigo, los más
actualizados en cuanto a las últimas técnicas de
administración, quienes, de todos modos, admiten que ellos
también tienen dificultades para vencer la resistencia al
cambio.
¿Por qué?
¿No será precisamente porque practican el liderazgo de
contingencia? Después de todo, lo más lógico de
parte de los líderes es comprender que frente a la
contingencia del caos solo cabe ser inflexible. Por ello, en cuanto
aumenta la presión por lograr resultados, en cuanto los retos
del liderazgo se tornan abrumadores -como sucede casi siempre en esta
época caótica- el líder se ve tentado a concluir
que éste es uno de esos periodos en que es necesario ser
inflexible.
El problema con el
concepto de que todo depende es el de confirmar la
predisposición cultural a buscar la sabiduría de un
padre severo. Eso explica el fenómeno desconcertante de
hombres y mujeres razonables que se vuelven tiránicos al
ocupar puestos de liderazgo, como lo es el de la fascinación
continua por hombres sobre caballos blancos que prometen implantar el
orden en medio del caos.
Por ello, y
paradójicamente, la teoría de la contingencia termina
siendo preceptiva, subjetiva y determinista, es decir, exactamente lo
contrario de lo que argumenta que son sus virtudes principales. Pero
también resulta ineficaz a largo plazo: un líder
contingente que actúe en forma inflexible, aunque sea una vez,
acabará pareciendo inconsistente, es decir, destruyendo la
confianza que resulta esencial para atraerse a las personas y lograr
que acepten el cambio.
Una alternativa basada en valores
para el liderazgo de contingencia
Como se ve,
existen razones de peso para cuestionar la sabiduría
convencional: ¿Es el liderazgo efectivo, de hecho un acto
moral y relativista desde el punto de vista de la conducta? ¿Es
el liderazgo, como se argumenta, realmente situacional? ¿Es
cierto, acaso, que simplemente todo depende, o existen ciertos
lineamientos morales básicos que son constantes y no
contingentes? Mientras pensamos en estas cuestiones, veamos
nuevamente la pintura de Ensor. Si Cristo deseara vencer la
resistencia al cambio, ¿qué opciones tendría? ¿a
qué líneas de acción, estratégicas y
filosóficas, podría recurrir que lo mismo fueran
prácticas y morales? Si las tres líneas de acción
tradicionales de mando, manipulación y paternalismo no logran
pasar una o ambas pruebas de moralidad y factibilidad, ¿existen
otras opciones viables, otras contingencias, que pudiéramos
tener en cuenta?
Solo puedo
imaginar una línea de acción que pudiera servir para
ganar conversos al mensaje de amor fraternal de Cristo: debe empezar
por las personas de esa muchedumbre que están más cerca
de él. Primero, debe atraer su atención. Todo aquel que
haya tratado de entablar una conversación con un extraño
sabe que únicamente hay una forma de lograrlo: haciéndole
preguntas personales. Es obvio que lo contrario no funciona: si un
líder en potencia tratara de ganar adeptos hablándoles
de sus intereses personales -valores, creencias o ambiciones- las
personas no le harían el más mínimo caso. En
cambio, cuando el líder escucha con atención aquello
que sus seguidores potenciales le dicen que necesitan y quieren, y él
les responde con consideración, logra atraerlos a su proceso
porque les ofrece algo que todos ellos anhelan: respeto.
Podría objetarse
que al recurrir a esta estrategia de escuchar, Cristo estaría
aplicando una técnica de manipulación similar a la de
cualquier maquiavélico. Sin embargo, nada hay más
alejado de la verdad. Los líderes morales y eficaces escuchan
a sus seguidores porque los respetan y porque creen honestamente que
el bienestar de sus seguidores es el fin de todo liderazgo (y no que
los seguidores son el medio para que él alcance sus fines
personales).
El Presidente Dwight
Eisenhower demostró cierto desconocimiento del tema cuando
definió el liderazgo como el arte de lograr que un
tercero haga algo que uno quiere, porque él quiere hacerlo.
Si bien es indudable que eso forma parte del liderazgo, no toma en
cuenta las dimensiones morales esenciales de propósito y
motivación. A fin de cuentas, lo que da lugar a la confianza
es el respeto manifiesto del líder por sus seguidores. Eso lo
obliga a ponerlos en primer término, como lo señaló
James MacGregor Burns: El liderazgo moral surge de los deseos y
las necesidades, las aspiraciones y los valores fundamentales de los
seguidores, y siempre vuelve a ellos.
Me refiero a la
clase de liderazgo que puede producir un cambio social que satisfaga
las verdaderas necesidades de los seguidores. Me refiero menos a los
Diez Mandamientos que a la Regla de Oro. Pero, incluso la
Regla de Oro es inadecuada, porque mide las necesidades y los
deseos de los demás, simplemente con base en los propios.
Dicho liderazgo no debe
confundirse con la práctica política tan común
de complacer los deseos básicos del menor denominador común,
prometiendo aquello que las masas creen que necesitan, sin importarle
que ello pueda ser inherentemente malo. Respecto de los deseos
básicos a menudo expresados por las masas, el Presidente James
Madison argumentó que, aunque los líderes deben
escuchar con atención las aspiraciones que les expresen sus
seguidores, no deben dejarse encadenar a esas demandas literales. Más
bien, los líderes deben saber discernir los verdaderos
intereses del público, de los deseos que les expresen y
aprender a satisfacer las necesidades subyacentes que las personas
como un solo cuerpo son incapaces de articular. Madison escribió
que el líder demócrata eficaz debe refinar las
ideas del público en una forma que trascienda la superficie,
el ruido de mezquindad, contradicción y egoísmo.
Por su parte, el cínico
podría decir que eso es precisamente lo que hicieron los
maquiavélicos más grandes de la historia: Hitler,
Mussolini y Stalin. Para comprender la diferencia, veamos una vez más
el mito cristiano. Cristo ofreció una visión que
trascendió los deseos inmediatos pero que, al mismo tiempo,
los integró en una visión superior del bien común.
Todos los líderes morales y eficaces hacen lo propio al
destacar los mejores lados de sus seguidores, desvelando lo bueno que
hay en ellos y, de esa manera, dándoles esperanza. Esa
esperanza, esa visión trascendente de una Nueva Jerusalén,
abarca las necesidades y aspiraciones de los seguidores, si bien se
trata de un lugar mucho mejor de lo que ellos mismos pudieran
imaginar.
A fin de cuentas, la
visión del líder se convierte en la visión de
sus seguidores porque está edificada sobre los cimientos de
las necesidades y aspiraciones de ellos. Ven en esa visión lo
que ellos desean y la hacen suya. La causa de Cristo se vuelve la
suya. El liderazgo deja de consistir en que Cristo diga a las
personas que amen a su prójimo; en vez de ello, esas personas
acaban deseando amar a su prójimo por voluntad propia. Aquí
no hay contingencias; la única línea de acción
para el líder consiste en crear una visión que los
seguidores puedan adoptar como propia porque es la suya.
La prueba lógica
de una propuesta consiste en determinar si su opuesto resulta
razonable: ¿Podríamos imaginar una situación en
la que Cristo tuviera éxito en atraer a la multitud
mostrándose rudo, abusivo y desinteresado con sus necesidades?
¿Hasta dónde podría llegar si les diera la orden
de amar a su prójimo? Es obvio que el liderazgo del cambio no
depende de las circunstancias, sino más bien de las actitudes,
los valores y las acciones de los líderes.
De manera similar,
tratándose del aspecto práctico de difundir el
evangelio, el líder no tiene opciones. ¿Podríamos
idear una forma para que Cristo, actuando solo, pudiera difundir su
mensaje a todos los integrantes de esa multitud? No; no la hay. Es
obvio que para ello tiene que formar discípulos. No le queda
más remedio que inspirar a otros para que lo ayuden a dirigir
la transformación.
No es posible ser un
líder eficaz cuando se actúa en solitario (ni siquiera
con la ayuda de la televisión). En vez de ello, es menester
convertirse en líder de líderes. La cristiandad no
dependió de Cristo en persona; no dependió de la fuerza
de su personalidad, de su atractivo o, en tal sentido, de su media
persona (si alguien ingenuamente insiste en que la tecnología
puede resolver el problema humano del liderazgo). La medida suprema
del liderazgo de Cristo consiste en que el movimiento que Él
fundó, siguió propagándose después de su
muerte. De hecho, desde el momento de sus primeras conversiones, la
cristiandad dejó de pertenecer a Cristo para pertenecer a los
cristianos.
Incluso para
personas que, como yo, no somos cristianos practicantes, la pintura
de Ensor nos comunica unos cuantos requisitos absolutos para dirigir
el cambio. En escenarios democráticos complejos, el liderazgo
efectivo siempre habrá de implicar los factores y las
dimensiones de visión, confianza, escucha, autenticidad,
integridad, esperanza y, en
especial, de atención a las verdaderas necesidades de los
seguidores.
Sin esos factores, la
probabilidad de superar la sempiterna resistencia al cambio será
casi nula. Si eso es cierto, lo que se requiere para dirigir un
cambio efectivo no es la teoría de la contingencia, sino más
bien una nueva filosofía del liderazgo que, en todo tiempo y
lugar, se enfoque en reclutar los corazones y las mentes de los
seguidores mediante su inclusión y su participación.
Dicha filosofía debe estar enraizada en el más
fundamental de los principios morales: el respeto a las personas. En
este dominio de la moralidad no hay contingencias.
En suma, para ser
eficaces, los líderes deben empezar por dejar a un lado ese
instinto natural, condicionado por la cultura, de dirigir a
empujones, sobre todo si los tiempos son difíciles. En vez de
ello, los líderes deben recurrir a la conducta anormal de
siempre dirigir por medio valores inspiradores que arrastren a sus
seguidores. La dificultad está en el imperativo siempre.
Para ser eficaces, los
líderes deben cambiar sus actitudes respecto de sus
seguidores, para siempre y en toda circunstancia. Por definición,
el liderazgo moral no puede ser situacional ni contingente. La razón
es simple: si por casualidad los líderes recurren a una
conducta paternalista (lo que, como veremos, muchos expertos
consideran apropiado en ciertas situaciones), al hacerlo echarán
por tierra la confianza de sus seguidores.
La máxima falta
de respeto hacia los individuos consiste en tratar de imponerles
nuestra voluntad sin tomar en cuenta lo que quieren o necesitan y sin
consultarlos. Conducirse en forma paternal con los seguidores -aunque
sea por su propio bien- equivale a negarles el derecho básico
a la dignidad individual. Por ello, el liderazgo moral consiste,
precisamente, en tratar a las personas con respeto, y nada hay más
difícil. Pero cuando surge la necesidad organizacional o
social de cambiar, nada hay más práctico.
A la luz de lo anterior:
· ¿Cuáles
son las causas de la resistencia al cambio?
· ¿Cómo
pueden los líderes superar eficaz y moralmente esa
resistencia?
· ¿Por qué la filosofía
dominante del liderazgo, basada en la teoría de la
contingencia, no resulta una guía eficaz ni moral para quienes
desean encabezar el cambio?
El planteamiento
de estos temas difiere del que se encuentra en muchos libros
excelentes publicados en la última década sobre el tema
de la dirección del cambio. Casi todos ellos fueron escritos
desde la perspectiva de directores de empresas empeñados en
lograr que sus tropas aceptaran una nueva cultura empresarial, una
nueva ética de servicio al cliente o un nuevo programa como el
de la reingeniería. Mi planteamiento es algo diferente. Me
intereso por dos niveles de resistencia al cambio. El primero es ese
tema sobresaliente que ya ha sido tratado por otros autores: cómo
puede un líder motivar una organización para que
acepte una transformación necesaria. Pero, además,
me llama la atención la resistencia crónica al cambio
entre los propios líderes empresariales.
Resulta irónico
que muchos de los directivos que hoy en día se quejan de que
sus subordinados se resisten al cambio, fueron los que, hace décadas,
más se opusieron públicamente a las llamadas iniciales
en favor de una transformación organizacional planeada, que
hicieran personajes como W. Edwards Deming y Peter Drucker. De hecho,
la necesidad actual de actuar en una modalidad de crisis no sería
necesaria si los líderes empresariales hubieran aceptado las
ideas de esos agentes iniciadores del cambio.
Como es lógico,
en retrospectiva era de lo más comprensible que los líderes
empresariales rechazaran esos llamados a cambiar. A fin de cuentas,
todo el mundo se opone al cambio, en especial quienes más
tienen que cambiar. Aquí no pretendemos señalar a
quienes se han opuesto a los cambios necesarios, porque, de hecho,
todos nos hemos opuesto a ellos. Más bien, analizamos el error
más usual en que incurren los supuestos agentes del cambio.
Con suma frecuencia,
esos líderes potenciales presuponen que los demás deben
reconocer los beneficios posibles de los cambios que ellos
recomiendan y, por ende, adoptarlos en virtud del simple hecho de que
son los correctos. Ese error tan común puede confundir los
esfuerzos de liderazgo de individuos por demás perceptivos.
Presuponer que las personas van a seguirlo porque usted está
en lo cierto, es un error que comete la mayoría de los líderes
potenciales antes de dejar atrás las casillas iniciales del
juego. (Una advertencia: nuestro enfoque se centra en la resistencia
a aquellos cambios que más interés tienen para los
seguidores; no nos preocupa la resistencia racional frente a
supuestos líderes cuyos fines son innobles.)
En las democracias
avanzadas de hoy, observamos que los comandantes de contingencia
pueden obtener éxitos de corta duración, pero que los
maestros que se basan en valores son más efectivos como
líderes de cambios a largo plazo.
Después de
revisar las experiencias de individuos que han inspirado a otros para
que se despojen de la tiranía de la costumbre, concluimos que
el buscador del cambio no se lanza a una aventura quijotesca. Las
evidencias señalan que las personas que comprenden el porqué
de la resistencia al cambio -y que se muestran dispuestas a llevar a
cabo la inversión personal requerida para superar esa
resistencia- son las que más probabilidades tienen de alcanzar
las metas que se han fijado. Los líderes vencen ese patrón
crónico e inevitable de resistencia de una sola manera:
creando un sistema optativo de creencias y permitiendo que los demás
lo adopten como suyo. Esa es la esencia del liderazgo basado en
valores.
Asimismo, para llevar a
cabo un cambio real, debemos convertirnos en un líder de
líderes, uno que motive a los demás a encabezar la
transformación. Ese liderazgo es difícil de lograr
porque carece de una fórmula, de una técnica
documentada o de una habilidad que pueda copiarse. En vez de ello, el
liderazgo basado en valores es una actitud acerca de las personas, la
filosofía y el proceso. Para vencer la resistencia al cambio,
debemos estar dispuestos, como iniciadores, a cambiar nosotros
mismos. Por ello, en esencia, el liderazgo basado en valores es
antinatural.
La mayoría
de los líderes decididos no se siente a gusto con la mejor
opción opuesta al liderazgo situacional: la filosofía
basada en valores. Debemos reconocer que en un mundo dominado por la
realpolitik del pensamiento de contingencia, nada parece más
ingenuo que el liderazgo basado en la moral. Peor aún, afirmar
que la teoría de la contingencia está equivocada, va en
contra de casi todo aquello que enseñan en las universidades,
va a contramano de la sabiduría convencional y asusta al
tímido porque tal afirmación da lugar a una clase de
absolutismo pasado de moda (en esta era relativista, nada recibe
menor respaldo que un argumento que emplea la palabra siempre).
Posdata.
James Ensor, quien pintó Entrada de Cristo a Bruselas en 1889,
en la época en que Vincent van Gogh producía sus
mejores obras de los años 80, murió en Bélgica
en 1949. Ensor no produjo nada digno de mención durante las
últimas cinco décadas de su vida y pasó esos
años amargado por el hecho de que pocas personas habían
reconocido su genio temprano y pocas también las que más
tarde reconocieron que él había sido el primero en
señalar cuál iba a ser la dirección que tomaría
el arte durante el siglo XX. Otros habrían de recibir ese
crédito y serían reconocidos como los líderes
del expresionismo. Ensor se identificó con Cristo como un
líder que había sido rechazado por error. Ensor se vio
a sí mismo como un líder digno que no logró
atraer seguidores y los culpó por su falta de comprensión.